Cuando hablamos de una marca, la amplia generalidad del público piensa en la etiqueta de unos pantalones, el lateral de unas zapatillas o el frontal de una botella de refresco. Es el “signo distintivo” de un producto y que nos permite (entre otras cosas) optimizar nuestro tiempo como consumidores (Posner), asegurando una homogeneidad que los humanos apreciamos enormemente dada nuestra aversión natural al riesgo.
Sin embargo, no siempre es conveniente o útil buscar protección solo en los registros de marca. Además del incremento sustancial de costes que implica aumentar la protección (más productos o servicios y más territorios) , pueden surgir dificultades particulares relacionadas con – por ejemplo – las marcas no convencionales referidas a sonidos, colores u olores y la constante evolución de los gustos del consumidor. Ello puede hacer que en ocasiones – como ocurre con la moda y los diseños industriales – la inversión no resulte rentable para apenas un par de años. Surge así el concepto del “trade dress” o “imagen de marca” como elemento de cierre de una protección global de nuestros intangibles.
El “trade dress” es una figura legal de origen estadounidense («Two Pesos, Inc. vs. Taco Cabana, Inc.», 1992) y de configuración netamente jurisprudencial, que, en síntesis, protege la «identidad visual» de un comercio y lo caracteriza frente a los de sus competidores, logrando una posición distintiva dentro del mercado (AP de Córdoba, 2017). Suele vincularse habitualmente con el sistema de franquicia (el art. 2 del R.D. 2485/1998 de Franquicias, ya derogado, hablaba «de una presentación uniforme de los locales o de los medios de transportes«), pero no depende de este para su consideración o protección.
Esta figura, al carecer de naturaleza registral, encuentra principalmente reconocimiento a través la Ley de Competencia Desleal (1991), que permite impedir tanto aquellos actos de imitación que producen confusión en los consumidores como los de aprovechamiento indebido, siendo estos últimos los más habituales, si consideramos que, normalmente, las marcas del establecimiento o del producto serán diferentes entre sí. Una institución, la de competencia desleal, que, al contrario que las marcas,que protegen una posición de exclusiva de uso, busca asegurar un correcto funcionamiento del mercado, sin distorsiones.
Que es un complemento perfecto al régimen de protección marcaria (principalmente) es largamente conocido en la práctica española desde tan antiguo como 2003. En ese año, la Audiencia Provincial de Madrid condenó a una cadena española de restaurantes al constituir “un supuesto de copia de una iniciativa empresarial, de la imitación burda del sistema empresarial ideado por la actora para explotar establecimientos o restaurantes de comida rápida natural”. Ese caso es un excelente ejemplo de cómo un set de elementos del establecimiento (combinación de colores usados en rótulos y toldos; aspecto interior con planchas de aluminio industrial, taburetes metálicos con asiento rojo, extractores de humos a la vista; envoltorios de alimentos, vasos y manteles o vestuario del personal) pueden ser reconocidos como un patrimonio intangible que puede defenderse con éxito frente a usos y aprovechamientos indebidos realizados por otros competidores. Y es que, como dice nuestro Tribunal Supremo (2011) “la presentación comercial de los productos -«trade dress «- cumple una importante función en el mercado, en cuanto imagen global con la que se presentan a los consumidores para influir en su decisión”.
Pero el “trade dress” no solo es útil para los establecimientos comerciales. Así, tenemos ejemplos del mismo en la industria alimentaria, donde además de los envases podemos detectar un altísimo valor en las formas de los productos, como dulces o snacks; en el sector farmacéutico, con el fenómeno de la iso o bio apariencia y el uso de colores y formas idénticas o muy similares entre diferentes fármacos y sus envases; en la restauración y hostelería con las presentaciones de los platos o los menús o en el entretenimiento, tanto en los juegos y su estructura como en los propios juguetes. No podemos olvidar tampoco la irrupción del “fenómeno metaverso” y los criptoactivos, donde el “trade dress” se antoja como una herramienta muy útil, por ejemplo, en los “mundos paralelos virtuales”.
El “trade dress” no solo hay que identificarlo sino además protegerlo y potenciarlo proactivamente. Sin duda el primer paso es conseguir la homogenización exigiendo su adopción a proveedores y asociados vía contractual. También será necesario plantar la semilla del “trade dress” en la mente del consumidor, propiciando en última instancia una asociación inmediata e inequívoca con nuestro negocio. Por último y no siempre evitable, hay que tener presente el litigio como arma última de reconocimiento de nuestra imagen comercial frente a la competencia, la cual lógicamente buscará copiar nuestro “trade dress” con mayor intensidad cuanto más singular y exitosa sea nuestra propuesta.
En suma, en una sociedad con innumerables alternativas y opciones de consumo de calidad, un “trade dress” correctamente valorizado y estructurado por profesionales que ayuden en la identificación de aquellos elementos singulares del negocio, puede suponer la diferencia frente a la competencia y un refuerzo seguro de la cartera de propiedad industrial e intelectual de la empresa.